Líbano en el desierto chihuahuense: memoria y adaptación de una tradición culinaria


Por Faridy Bujaidar

Es posible que desaparezcan

los muros,

que la celda se convierta

en una tierra lejana y sin fronteras.

 

Mahmud Darwish.

 

A finales del siglo XIX, miles de familias cristianas emprendieron un éxodo desde las montañas del Líbano impulsado por tensiones políticas, crisis económicas y conflictos religiosos. No emigraron como libanesas. Entonces los pobladores de esta región fueron reconocidos como “turcos” o “sirio-libaneses”, ya que su identidad libanesa fue definiéndose como tal con eventos políticos posteriores a la Gran Guerra (Martínez, 2022). En el continente americano, muchas de estas familias encontraron la posibilidad de reconstruir sus vidas, levantar nuevos hogares y abrir horizontes de futuro. Así, la diáspora libanesa fue tejiendo una presencia extendida que, con el tiempo, alcanzó también el desierto chihuahuense, donde se asentaron numerosas familias durante la primera mitad del siglo XX.

Quienes se establecieron en Chihuahua fueron, en su mayoría, miembros de la comunidad maronita: católicos orientales con vínculos comunitarios profundos, unidos por la fe y por una memoria histórica que dibuja una nación abandonada en el territorio, pero recuperada en las costumbres, los afectos y la mesa compartida.

Estas familias no viajaron solas. En sus maletas llevaban documentos y recuerdos, pero también semillas, especias y saberes culinarios que, al llegar a México, atravesaron múltiples transformaciones. Aquellos conocimientos, forjados entre costas, valles y montañas, comenzaron a adaptarse a nuevos paisajes desérticos, dialogando con otros ingredientes, climas y formas de vida sin perder su memoria.

En Chihuahua son ampliamente reconocidas familias de origen libanés como los Abaid, Buhaya, Daher, Helú, Kuri o Curi, Meochi, Rohana, Zaizan, Saad, entre otras. Esta comunidad ha fundado sus propios espacios de intercambio, convivencia y resguardo cultural, como el templo de San Chárbel en la capital, que se ha convertido en un referente espiritual y comunitario. Aunque hoy en día la presencia libanesa es valorada y forma parte del tejido social chihuahuense, muchas familias conservan en su memoria momentos de adversidad, marcados por el rechazo de ciertos sectores que percibían a los inmigrantes como una amenaza. No debe olvidarse que su llegada al país coincidió con los periodos porfirista, revolucionario y postrevolucionario, contextos de alta tensión política y social que condicionaron las formas de acogida y de integración.

La familia Bujaidar fue una de tantas que cruzó el océano en busca de resguardo, decidida a evitar el reclutamiento forzado de sus varones en los conflictos armados que sacudían el Líbano. Hacia la década de 1930, Jesús Manuel Bujaidar y Catalina Acuri emprendieron el viaje hacia México junto a sus hijos Jesús Manuel y Fernando, dejando en su tierra natal a la hija mayor, Petra. Ya establecidos en México, procrearon a su hijo menor, Elías, quien formaría parte de una nueva generación de libaneses nacida en territorio chihuahuense.

Catalina Bujaidar, hija de Elías Bujaidar y Jesusita Rojas, nació en Jiménez, Chihuahua, en 1952, como la segunda de catorce hermanos. El origen de su familia paterna nunca pasó desapercibido en un lugar tan pequeño, donde distintos pobladores los identificaban como “árabes” o “húngaros”, aludiendo a un origen incierto marcado por la diferencia. Catalina contrajo matrimonio con el médico Carlos Rodríguez, con quien tuvo cuatro hijos; hoy son abuelos de seis. Fue maestra en la Secundaria Federal Miguel A. López, labor que desempeñó hasta su jubilación y que le valió reconocimiento entre generaciones de jimenenses. Entre sus haberes más entrañables conserva un recetario que comenzó a escribir hace más de cuarenta años, testimonio de una memoria culinaria que entrelaza afectos, migración y territorio.

Aunque esta herencia y tradición culinaria preserva una multiplicidad de técnicas, ingredientes y saberes, la comida libanesa ha experimentado diversas transformaciones al adaptarse social y ecológicamente al entorno del desierto chihuahuense. La carne de cordero y ternera, por ejemplo, ha sido sustituida por carne convencional de res; los cortes finos, por el molido hecho en molino. De manera paulatina, se ha dejado de consumir carne cruda, el aceite de oliva puede ser reemplazado por otras variedades disponibles, y se han incorporado ingredientes locales como el orégano mexicano, el cilantro, la nuez pecana, el tomate y la calabacita.

Dos o tres veces al año, Catalina se reúne con sus hermanas para preparar comida libanesa. El encuentro se convierte en un espacio de convivencia, intercambio y evocación de recuerdos mientras se cocina. Así, mientras Catalina y sus hermanas cocinan, los recuerdos se entretejen con las preparaciones y los aromas, mostrando cómo la memoria se activa en lo cotidiano y se convierte en un acto vivo de transmisión. En este contexto, las palabras recuerdo y receta toman sentido: la primera de origen latino, deriva de re (reiteración) y cordis (corazón) y significa “volver a pasar por el corazón”, mientras que la segunda, del latín receptare, refiere el acto de recibir (Coromines, 1987). Por lo que la preparación de recetas familiares, más allá de remitir al pasado, actualiza y configura la memoria de manera constante en el presente a través del pensamiento, pero también evoca afectos y conocimientos a través del cuerpo por medio emociones, gestos, posturas, hábitos y la reproducción de técnicas manuales y sensoriales que han atravesado generaciones (Bergson, 1896; Halbwachs, 2004; Ricoeur, 2004).

A cada una de las hermanas Bujaidar, y a algunos hermanos, se le reconocen habilidades específicas para ciertos platillos, lo que determina una distribución de roles en la preparación de la comida libanesa, la cual requiere mucho cuidado, minuciosidad y artesanalidad: las verduras se pican finamente o se rallan; otros ingredientes como el trigo, el arroz, la col, el garbanzo, las hojas de parra y el jocoque demandan procesos previos de cocción o transformación. Además, algunas preparaciones consisten en piezas tan pequeñas que deben moldearse una por una, en un trabajo lento y detallado, ya que apenas alcanzan el tamaño de un bocado.

Además de la preparación de platillos, esta familia conserva entre sus saberes culinarios la preparación de ingredientes como el trigo y el jocoque, y ha mantenido vivas diversas recetas libanesas, adaptándolas con variaciones en algunos de sus ingredientes: resalta el uso de jocoque, trigo, yerbabuena, comino, pimienta, col, hojas de parra, garbanzo, aceitunas y su aceite. Varios de estos platillos adoptaron nombres en español, mientras que otros experimentaron transformaciones fonéticas y semánticas en diálogo con la cultura norteña. Así, las calabacitas rellenas (kusa mahshi) el kipe, el macrún, el tabule, el menudo árabe (ghabeh), los sombreritos (shishbarak) y el baklava forman parte de un acervo gastronómico único que entrelaza la cultura libanesa con el desierto chihuahuense.

El seis de noviembre nos reunimos Catalina, Yarissddy y yo para preparar taquitos de col, kipe, tabule y calabacitas rellenas. Yo llevé un poco de humus que había preparado el día anterior para compartir. Aunque ellas ya habían adelantado la preparación del trigo y el arroz, la jornada nos tomó más de tres horas de cocina.

Trabajamos la carne de dos maneras distintas: una destinada al kipe y la otra para rellenar la col y las calabacitas. La primera se distingue por el sabor intenso de la cebolla, el comino, la yerbabuena, el trigo y el toque de la fritura; la segunda resalta por la jugosidad del tomate, el comino, el arroz y la suavidad lograda en su cocción lenta. Durante el proceso de cocinar llegaron Javier y Adrián, hijos de mi tía Caty y finalmente mi tío Carlos. Comimos en familia, sin dejar de conversar, evocando un sinfín de momentos y personas que nos unen, a pesar del tiempo, las distancias y las ausencias.

La comida libanesa que preparamos en el desierto de Chihuahua es testimonio de una memoria que desborda la identidad personal: evocación de movimientos humanos y de sus arraigos. En cada preparación se inscribe tanto el dolor del desarraigo sentido hace casi un siglo, como la celebración de las nuevas formas que esta tradición adopta en otros espacios en el presente.

Dedico este texto con mucho cariño a mi familia y a la comunidad libanesa de Chihuahua, a quienes admiro y respeto profundamente por su amor a un pasado común en una tierra lejana, que, aunque sea borroso o desconocido, lo preservan y comparten con su comida y su memoria.

Referencias:

Bergson, Henri. 1896. Materia y memoria: ensayo sobre la relación del cuerpo con el espíritu. París: Félix Alcan.

Coromines, Joan. 1987. Diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid: Editorial Gredos.

La memoria colectiva. 2004. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza.

Martínez Assad, Carlos. 2022. Libaneses. Hechos e imaginario de los inmigrantes en México. México: Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México.

Ricoeur, Paul. 2004. La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica


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