Vino de la sierra: una vuelta por Arteaga
Por Carlos López
Matehuala, esa larga recta, con sus yucas a los lados, danzantes suspendidos, anuncia la cercanía con lo plano, con las extensiones enormes de tierra, con el desierto del norte. Han pasado diez años y lo recuerdo polvoso, aislado, soleado; por la carretera apenas unos merenderos para traileros muestran vida humana, aunque la mayoría están abandonados. Solo recta hacia adelante y cada tanto un letrero: “retorno a 1 kilómetro”, nada más.
Fotografía 1. Paisaje de la sierra coahuilense. Autoría de Carlos López.
Antes de llegar a Saltillo ya comienzan a
aparecer las señales: “pan de pulque” con su sabor dulce de la miel del agave,
se ven rejillas con higos, camionetas con nueces. Se siente ya el cambio, el
aire es seco, frío; es verano y aún no se sienten esos fríos gélidos pero la
nariz ya resiente como entra el aire congelando cuando cae el sol. La ciudad se
realza con este atardecer, los edificios de cantera toman otro color con el
naranja que los golpea a esta hora del día y, en medio de una plaza, la estatua
del poeta Manuel Acuña reposa mirando al horizonte.
Fotografía 2. Mural promocional. Autoría de Carlos López.
De aquí a la sierra, todo vuelve a dar un
vuelco, el bosque se cierra sobre nuestras cabezas, escarpadas pendientes de
roca a los lados, lluvia: Arteaga, pueblito encantador, donde los fines de
semana todos los productores locales se reúnen, así lo recuerdo, a la vendimia:
conservas, licores, quesos, burritos, pan, dulces y eso que llaman “vino”, que
es lo que nos ha traído hasta acá. Los vendedores se montan sobre la plaza del pueblo mientras
una estrecha acequia corre por un lado surtiendo los árboles de agua de esa bella
alameda; las gorditas de harina que saben a infancia, que me recuerdan los
veranos anteriores de visita a la familia paterna, la tía que nos preparaba
machaca con huevo, esos sabores vedados a quienes habitamos el sur.
Fotografía 3. Paisaje de los cerros en Arteaga. Autoría de Carlos López.
El camino se angosta, se hace más escarpado, curvo. Vamos subiendo más sobre la sierra: pueblitos pintorescos, casas de adobe, ríos que escurren de las montañas, paredes de roca que parecen sacadas de una peli y el sonido del agua acompañan este tramo. Los Lirios es nuestro punto, aquí es donde se hace el “vino de la sierra”, un destilado de pulque que pega como patada de mula, pero calienta el pecho en los fríos de invierno de estas tierras que la nieve viste de blanco casi cada año, de un olor agreste, lácteo, fibroso, una cosa que maravilla desde el primer acercamiento, y que remite justo a la vida sierreña.
Llegamos a la tiendita del centro y allí pregunto por el vino, pero la gente desconfía de un extraño que viene a preguntar por destilados que han estado prohibidos, vedados, o “impuestados” por décadas, siglos quizá. Es lógico, pero Vicente me escucha, un chavito de unos dieciocho apenas, que de la mano de su hermanito menor está comprando un six, “yo te llevo” me dice. Salimos de la tienda, cruzamos la carretera y comenzamos un ascenso por una terracería donde ni los mejores vehículos pasan, desde allí seguimos a pie, me invita una chela, una tecate ligth, que aquí se acostumbran como agua de tiempo, mientras caminamos al “alambique”.
Los perros se cierran sobre nosotros, pero
sin atacar, solo nos van escoltando; hasta el final del camino encontramos una
cabaña: manzanas por los lados, verdes y rojas; peras, perones de aroma
dulce, frutas de las que también sacan licores aromáticos y
paladeables. Un enorme trozo de piedra cierra el paso. Aquí es donde siembran
su milpa, en el último punto plano del cerro, pero no hay nadie. A un lado un
par de bodegas se ven, una tiene garrafas afuera, “es allí” pienso, un par de
vacas pastan al fondo y cierra el cuadro una cerca de agaves enormes y verdes,
el paisaje es precioso. Vicente comienza a chiflar.
Fotografía 4. Manzanas locales. Autoría de Carlos López.
Un rato después dos tipos malencarados se
aparecen de no sé dónde, dejan sus costales y se nos acercan. Vicente amable
les dice que quiere vino, pero no dejan de verme a mí, que no tienen, dicen
primero, que “no hay nada”, luego que “no está el patrón” y que “no pueden
agarrar” y después de unas cuantas insistencias de mi amable intermediario,
entendemos que no les vamos a sacar ni una gota. Se entiende, desconfían del
extraño, por mucho tiempo los han ido llevando al extremo, a producir
escondidos, en cuevas, en medio del bosque, desmontando la fábrica en cada
nuevo lote, arriesgados en un tiempo a morir, a pagar impuestos o ser
encarcelados, claro que no me dejan de ver mientras bajamos.
Fotografía 5. Caminos de la sierra de Coahuila.
Adelante dejamos a Vicente, “sigan derecho
hasta La Peñita, ahí preguntan” nos dice. Le hacemos caso y llegamos a un
poblado de apenas unas cuadras, allí, con desconfianza, me mandan de la tienda
a una casa, de una casa a otra, hasta que Don Enrique, si recuerdo bien, decide
venderme, “solo diez litros tengo”, “deme sus diez litros por favor” respondo
sin pensar. El resto es historia. Esos diez litros llegaron hasta Xalapa dónde
los envasé y etiqueté para vender en la mezcalería que desde el 2011 cree para
compartir este tipo de bebidas, un destilado rico, de color prístino y aroma a
maguey, a campo, a tierra, a milpa, a vacas, a todo lo que vi aquella tarde de
verano resumido en un trago. Han pasado casi diez años y lo que más recuerdo de esta
pequeña aventura es ese hermoso paisaje, el silencio de la sierra y lo puro del
cielo, cada que recuerdo el aroma del vino, recuerdo aquel camino y a mi amigo
de una tarde.
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